2 de diciembre de 2013

Hoy es un buen día para morirse

      Era una tarde de primavera, soleada y musicalizada por la orquesta de pájaros más popular del patio de casa. Yo me encontraba en la cocina, apenas recibiendo uno o dos rayos de sol que se filtraban por la ventana. Y habiendo aspirado profundamente los suspiros del café, me dije «Hoy es un buen día para morirse».

      No sé cómo ni por qué, prefiero pensar que habló la voz de mi inconsciencia sin que yo pudiera detenerla. Sin embargo, es, por demás, coherente. Siempre vi a la muerte -a la propia- como una liberación, como un nuevo inicio. Un viaje por la eternidad no tan eterna. Una celebración. El fin de una etapa. Una rueda de la fortuna que se detenía para volver a empezar.

      ¿Cómo me gustaría morir, si fuese yo la que escribiese mi final? ¿Una muerte dolorosa o un sueño que no termine jamás? ¿Qué debo hacer antes de morir? ¿Puedo lograr que me recuerden después de mi muerte? ¿Qué canción sonará en mi funeral? ¿Quién entenderá que yo no quiero lágrmias, sino sonrisas? ¿Podrán los colores vivos vencer al luto? ¿Cómo se siente morir? ¿Qué es morir?

      ¿Qué es morir? Supongo que habré imaginado cómo hacerlo, pero jamás de la forma en que lo hice. Tan cruel, tan vacía por dentro, tan apagada. De todas formas, lo merecía. Lo merezco. Y hoy revivo para contarlo y evitar más muertes.
El criminal

      Para proteger su identidad, no diré su nombre, pero nosotros lo llamaremos Martín. Obviamente no le guardo ningún rencor y si lo encubro, es sólo porque sé que si el crimen fuese tomado por un tribunal, lo caratularían como "homicidio en defensa propia". Aunque lo que sucedió fue más la respuesta a un previo crimen. Un "ojo por ojo, diente por diente".

      Hoy tiene 18, pero lo conozco desde sus 15. En ese entonces éramos apenas dos niños y no nos veíamos tan extraños comparados al común de la gente. Él no tenía barba y yo aún no conocía la suavidad de sus labios.
      Desde la primera vez que lo vi, tuve la certeza de que mi vida no iba a ser igual. Él pintaría mis días de colores. Su sonrisa amplia iluminaba los rincones más oscuros de mi alma y esos dos zafiros que tiene por ojos escondían un mar inmenso en el que, de tanto en tanto, me terminaría ahogando.

Causas mediatas

      Martín y yo éramos algo indescriptible con palabras. Creo que sólo nosotros entendemos nuestra ya extinta relación. Todo empezó como un juego, como siempre empiezan las cosas con las que no nos comprometemos por miedo a enfrentar lo que viene después. Y así, jugando y abrazándonos, mirándonos a los ojos, hablando poco y diciéndonos mucho, fuimos acercándonos y uniéndonos cada vez más.

      Un día llegó ese beso que tanto había tardado en llegar. El primero de tantos que esporádicamente vendrían con los meses. Pero no voy a detenerme en aquellos, sino en el primero. El que me aterrorizó. El predecible, pero no esperado. El deseado, pero esquivado.
      No sé si fue su pasado o el futuro que yo veía por delante luego de ese suceso. En fin, sentí miedo. Mucho miedo. ¿Miedo de qué? ¿De ser sensata y por una vez en la vida poner los pies sobre la tierra para afrontar lo que hace tanto tiempo sentía por el hombrecito que tenía delante mío? Más adelante entendería que aquello que me estremecía era el miedo a ser feliz.

      Ese miedo que intenté disfrazar con un pseudoamor perenne y utópico construyó un puente entre ambos que sólo me atrevería a cruzar después de haber pasado días, semanas y hasta meses sin hablarle. Sin saber de él. Sin siquiera poder escucharlo decirme «todo está bien». Sin siquiera atreverme a decirle cuánto me hacía falta.
      'Hacer falta' puede que sea demasiado; tiene tintes de dependencia. Y yo no dependía de él, a menos que mirarlo y sentirme amada lo fuese.

      Probablemente sí, me hacía falta, pero jamás tuve el coraje de hacérselo saber. Y lo que fue peor, preferí callar. No responder a sus llamados, ni a sus mensajes.
Si mi amor no era correspondido, la distancia me ayudaría a olvidarlo. En caso de que él sintiera lo que yo por él, ese afecto no tardaría en disiparse. Perderse.
Morir.

      Cansada de haber apreciado tantas veces la danza del sol y la luna, un jueves volví a hablarle. Era raro, sí: parecía que del otro lado se encontraba un completo extraño, hasta que rememoramos viejos momentos juntos y la brecha temporal que nos separaba se acortó en un instante.
      Logré ponernos de acuerdo en un lugar y una hora a la que vernos ese mismo día. Debía decirle algo muy importante, pero desde luego no fue ese el motivo por el que lo cité. No fue, al menos, la excusa que yo le mencioné.

      Todo ese tiempo en el que estuvimos distanciados puse mi mente en blanco y decidí darle un lugar de expresión a mi corazón. Como si lo mereciera. Él siempre me impulsa a tomar las más estúpidas decisiones y termina sublevado a la razón.
      Me costó asimilarlo, sin embargo lo asumí: quería muchísimo a Martín. Quizás lo que sentía era más que cariño. A este punto, de todas maneras, había sido muy afortunada de asincerarme conmigo misma y saber qué es lo que sentía. Hablar de amor habría sido demasiado arriesgado. Y de hecho, lo fue.

      6 de la tarde. Era asombroso cómo el cielo en colores pasteles se resistía a dar paso a la noche. El parque era el fiel retrato de la calma que antecede a la tormenta. Tormenta que dentro mío se había desatado desde hacía horas, causada por la incertidumbre; enemiga intransigente de quienes queremos tener control sobre todo.
      6 de la tarde. Y cinco minutos después, alguien me cubrió los ojos. Efectivamente era Martín. Me giré, lo miré, me devolvió la mirada y nos abrazamos tan fuerte que creí que nos fundíamos en cuerpo y alma. Estaba cegada por la excesiva confianza y decisión, sin duda.
      Después de una larga charla plagada de anécdotas y recuerdos, nos quedamos en silencio, frente a frente. No sé si estábamos muy concentrados en lo que sucedía entre nosotros y no prestamos atención a lo que pasaba a nuestro alrededor o hasta los pájaros dejaron de cantar y el viento no sopló más las copas de los árboles, entendiendo que la situación no admitía distracciones.
      Me miró. Lo miré y sentí cómo me ahogaba en esos ojos como la primera vez. Aún tenía ese poder sobre mí. Seguía intacta la necesidad de corresponderle y que me correspondiese, de que nuestros caminos volvieran a encontrarse para ser uno y acaso ya era tarde. Pero los corazones no entienden de tiempos, no entienden de porqués, y aún viendo un abismo de imposibilidades, el mío se arrojaría al vacío cual deportista extremo. No hay deporte más arriesgado que, alguna vez, haber sentido amor.
      Me miró. Lo miré y las palabras sobraban, como siempre lo habían hecho. Me miró. Lo miré pidiendo ayuda, todavía perdida en su mirada, algo inconsciente. Y sin pensarlo demasiado, impulsada por lo que hace tiempo sentía, le dije:

—Te amo. ¿Por qué? Había jurado que jamás me arriesgaría siquiera a pensar en ese concepto.

      Me miró y sonrió. No era la sonrisa de la que yo me enamorara; no pude descifrarla, pero resonó adentro mío. Era algo perversa, me habría animado a decir y lo confirmaría segundos más tarde, cuando muy relajado - y acaso decepcionado- me respondió:

—Yo ya no.

      Y sentí mi pecho congelarse. Era una selva oscura. Oscura como aquella que atravesara Dante y que ahora surgía dentro mío porque no hay peor pecado que el de no atreverse a amar.
      Entendí esa tarde que tal vez no era el mejor día para morirse. No así.

1 comentario:

  1. "No hay deporte más arriesgado que, alguna vez, haber sentido amor".

    ResponderEliminar

¿Te causó algo? ¿Gracia, odio, empatía, tristeza? Dejame tu comentario, hacémelo saber y compartamos opiniones. No por nada tenemos criterio.