29 de abril de 2012

Impacto

Me senté, como cada madrugada, a pintar, a decir algo, sin saber bien sobre qué quería hablar. Es un error que cometo seguido: El hombre es el único animal que come sin tener hambre, bebe sin tener sed y habla sin tener nada que decir.
 
Dirigí mis pasos hacia mi humilde taller; ése que, con un poco de esfuerzo, improvisé en el fondo, al final de mi patio. Tomé el primer bastidor, le engrampé un lienzo y me dediqué a pintar. Los colores embebían la escena.
 
Psicodelia vintage.
 
Me preparé un café negro, como era costumbre por esos días. Él citaba a Carla Bruni y su melodía inundaba la casa toda. Me abrazó por detrás, tomando delicadamente mi cintura, como si estuviera hecha de un cristal frágil al que había que conservar. No me dijo un desvirtuado Te amo, de esos que se lleva el viento. Simplemente se limitó a acariciarme, a sentirme, a recorrerme. Sus manos lo decían todo, eran una extensión de su lenguaje; un lenguaje que mi cuerpo había aprendido a interpretar después de varios meses de convivencia. Lo que sucedió a continuación no voy a contarlo. Basta decir que fue algo hermoso, pero mío. Nuestro. Una sensación que no puedo trasladar a nada que conozcan. Porque el encuentro de dos almas es mero, puro, limpio. Único, irrepetible e incomparable.

En un mundo utópico, casi maravilloso, ningún ser es crédulo con aquello que captan sus retinas. Así que decidí salir de ese lienzo y volver a la rutina. Tenía miedo de subir demasiado y que el impacto de la caída a la realidad fuera a matarme.

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