4 de mayo de 2012

Descarrilando

Voy a abrir las puertas que encierran a mis inminentes pensamientos en los próximos párrafos. Soy un tren propenso a colisionar sin rumbo y no me hago cargo de lo que estos dedos puedan reproducir.

Simplemente, tengo deseos de llorar. Como siempre. Como nunca. Detesto la tristeza en mí y en los demás, pero sobre todo, en los demás. He hablado de mi espíritu competitivo, de mi esencia progre, de mis ansias de autosuperarme al límite; es algo que me permite hasta a veces autoconvencerme de mi felicidad, sólo por el hecho de odiar su ausencia. Pero en el exterior, en mi entorno, es diferente. Muy.
¿Cómo hacer contenta a una persona? No es tan fácil como repetir un chiste barato, clichado, gastado, altamente recurrido. No es tan fácil como la aplicación de cosquillas en un talón de Aquiles corporal. Se trata de la espontaneidad, de la sinceridad, de la empatía con el otro. Es poder reírse de la mediocridad de nuestra propia vida, si es necesario. Es llegar a hacer cosquillas en un lugar difícil pero no imposible de alcanzar: el alma. Y tal vez sería hermoso y místico poder lograr nuestro cometido y robarle una sonrisa a aquella persona cuyo rostro refleja los destrozos del peor temporal. Pero necesitamos algo más que nuestro motus. La "resignación" del otro. Cuesta más -sin emplear más fuerza que la honestidad- arquear los labios de quien no acepta ser feliz que los de alguien que, con su frágil mirada, pide ayuda. Alguien que sólo busca una mano que lo ayude a levantarse es totalmente débil ante el mínimo gesto de identificación. Y de esto podría hablar horas, años, décadas, porque este prototipo de ser sensible define muchísimo a quien les escribe. Por eso sé -o creo saber- lo suficiente como para terminar con la tristeza.

Terminar con la tristeza y con tantas otras cosas más...

Y no esperes que hable de erradicar los males del mundo. Tenemos por defecto, inculcado en nuestra mente, el desmotivador objetivo de cambiar el mundo. El mundo. Tan simple y complejo como eso. ¿Cómo no vamos a vivir en una sociedad antiambientalista, corrupta, y tantos otros calificativos que 
prefiero reservarme, si todos intentan cambiar el mundo, nada más y nada menos?

Son cinco escasas letras que determinan todo nuestro hogar. Con sus habitantes, sus paisajes, sus maravillas, todo.
Pensamos en erradicar el hambre del mundo. Y queremos hacerlo ya, como si toda una sociedad estuviera adaptada a los cambios bruscos, radicales y revolucionarios. Como si tuviéramos los medios necesarios para hacerlo. Como si fuéramos voces fuertes. Tenemos que, de alguna forma, reconocer la realidad en que vivimos: hoy el mundo gira en torno al dinero y aquellos que tienen la suerte -o desgracia- de concentrarlo en inmensas cantidades.

Cambiemos pequeñas cosas. Porque el ser humano tiene dos debilidades: la automática frustración al no lograr su objetivo y no actuar hasta que alguien lo propone.
Propongámonos lo siguiente: cambiar pequeñas cosas. En un espacio, como puede ser un aula. En una situación, como puede ser una cena familiar. Cambiemos a una persona, o, mejor expresado, impliquémosle un cambio. Ideológico, político, económico, social, artístico. Porque quedándonos sentados, con la idea de que no vamos a poder cambiar el mundo, no logramos nada y, mucho menos, si generalizamos la situación a toda la sociedad.
Hagamos cada uno un cambio y observemos cómo con pequeñas actitudes, impulsamos fuertes consecuencias. Grandes mejoras.

Por eso no me propongo terminar con la tristeza en el mundo, si no erradicarla de esas pequeñas personitas, débiles. Que necesitan una frase, un consejo, o incluso, que necesiten ver que hay realidades peores y que, al lado de ellas, su tristeza es insignificante y chiquitita. Me propongo sembrar sonrisas a quien las necesite en su debido momento. Con el tiempo, cosecharé una mejor sociedad. Y de eso, estoy segurísima.

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