Fueron sólo tres golpes contra la puerta de roble seguidos de un grito desgarrador que recorrió cada ambiente de la gran casa blanca hasta dejarla en penumbras, suficientes para estremecerme mientras mi corazón, en un crescendo trágico, comenzó a rasguñar mi camisa pidiendo escapar de tal psiquicidio.
No atiné a nada. Tal vez sí se me ocurrió huir, correr lejos, abandonar la casa que me había visto crecer, pero mis pies se aferraron al suelo y mis torpes manos titubearon dentro del chaleco, tímidas de enfrentarse al martirio que estaba viviendo. Permanecí así un largo tiempo. Varios minutos, infames horas, hasta que un nauseabundo olor a quirófano proveniente de afuera pareció devolverme la motricidad de la cual mis músculos habían prescindido hacía un instante.
De un salto, tomé el picaporte y cerré la puerta.
Busqué en el armario una navaja oxidada que conservaba de mis días de chica exploradora (sí, muy de cine hollywoodense), la presioné contra mi estómago y me dispuse a acechar a aquel espectro desde debajo de mi cama. Lo esperé incansables noches durante meses, durante años, mientras sólo quedaban en mí los vestigios de una mujer que alguna vez supo vivir despojada de miedos y preocupaciones.
Pero nunca había considerado esperarlo de día. Y fue ese primero de abril, mientras tarareaba en mi cabeza una canción de cuna en el pasillo, que divisé al diablo vestido uniformemente de blanco, y luego de dejar mis pasajes de ida al paraíso en forma de comprimidos sobre mi mesa de noche, me clavó un puñal de una sola mirada y se desvaneció detrás de un ventanal que refractaba el sol de las tres de la tarde.
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