Veo amanecer y toda esa energía interna de la que he oído hablar en alguna clase de física I parece desvanecerse por la habitación.
Uno puede pasarse la noche entera desvelado, leyendo historias de una mujer que hospeda otros dos alter egos en su mente, puede írsele el tiempo como arena en las manos escribiendo en verso lo cálido que es un beso madrugador en invierno, puede viajar a otros planos oyendo vagas melodías que resuenan en recuerdos imborrables de eternas tardes juveniles.
Pero en un instante, la noche se despide, la luna se encamina hasta su cama, se cubre con una sábana tan azul como el océano y deja al descubierto un cielo pintado en colores pasteles. El sol abraza la ciudad, se despereza y sus rayos acarician edificios, árboles, e incluso a algún madrugador que sale a caminar con la intención de respirar el aire fresco mezclado con el aroma del café con leche que se sirve en alguna casa, o los panes recién horneados de una panadería.
Y es ahí cuando descubro que otro día comienza y no pude despedirlo aún. Hago de mi cabeza una cámara en la que mis ojos, algo cansados, hacen de objetivo y en un parpadeo toman una fotografía imaginaria del alba que se cuela por mi ventana, anunciando otra oportunidad más para sonreirle a la vida.
Hermoso.
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