7 de agosto de 2014

Nunca di un beso abajo de la mesa en el jardín

Me gusta cantar y eso no es un secreto para nadie.
Mi verdadero secreto es que me gusta hacerlo cuando camino entre los árboles, por la noche, temerosa de que algún alma envenenada justifique mi miedo a la oscuridad, ése del que no me despego desde que comprobé no ser inmune a los sucesos de inseguridad.

Me gusta grabarme mientras canto pequeños fragmentos de canciones populares (o no tanto). Me gusta también -y no puedo evitarlo- grabarme como si estuviese manteniendo una conversación telefónica y decirle al diminuto micrófono de mi celular, aunque no haya un destinatario real al otro lado de la línea, que estoy llegando a casa, que me espere afuera.      (tal vez si alguien estuviese planeando secuestrarme, podría ahuyentarlo haciéndole creer que alguien está esperándome a pocos metros)

Me gusta grabarme y escuchar mi voz. Antes lo hacía en el teléfono fijo de mi casa. Me llamaba, y al darme el contestador porque era yo misma la que intentaba comunicarse con ese número, me autodejaba mensajes. Luego los escuchaba, incluso cuando la obra final fuese espantosa. Pero tenía una sensación orgásmica al escuchar mi propia voz, distorsionada por el auricular, que reproducía algo que yo estaba segura, no era lo musmo que el micrófono escuchaba. Mi propia voz.

Hoy, diez años después, sigo teniendo ese mismo placer. Aunque deteste mi voz, aunque empiece a convencerme de que ésa no es, realmente, mi voz, sino la de aquella niña interior que nunca asesiné. Que sólo aprisioné dentro mío para que, pasado el tiempo, nada ni nadie pudiera hacerle daño.

Pese a que le doy todos los cuidados necesarios, supongo que no le agrada estar en cautiverio y cada tanto se apodera de mí: cuando tengo que hacer importantes y urgentes trámites y los postergo hasta el límite; cuando rompo algo y lo escondo para no hacerme cargo de mi error; cuando lloro porque algo me sale mal...       ¿Por qué los adultos no lloran cuando pierden el colectivo? ¿Y cuando su jefe les advierte que están haciendo mal su trabajo? ¿Acaso no recuerdan, al menos, la impotencia que sentían cuando adolescentes? ¿Es que las cosas de las que se encargan no les permiten darles prioridad a sus sentimientos?

Constantemente pienso en casarme, tener una casa propia, un trabajo estable y unas criaturas que me hagan recordar que la vida vale la pena ser vivida. Pero pienso en tener que sublevar mi sensible corazón a una vida de grande y me aferro a las frazadas de mi cama, pidiendo ser una nena por siempre.

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