7 de octubre de 2014

La banda del garage

Entre vicios, instrumentos y los molestos típicos objetos del garage, todos los jueves a las siete de la tarde se reúnen a ensayar los cinco, como si de una misa se tratara. Por horas, cualquier sonido externo se contrarresta en un espacio de 2x3 metros de área del cual germinan un enjambre de notas hilvanadas en canciones propias. El grupo se convierte en un sistema perfectamente coordinado en el que todos, cual órganos, tienen asignado un rol. De ahí, surgen los mejores compases, los más extravagantes riffs, esas variadas combinaciones de ritmos que, en presentaciones en vivo, terminan por confundir -y, ¿por qué no, gustar?- a más de uno.

Ese garage místico, que se transforma de vez en cuando en una suerte de laboratorio, donde cada uno de sus huéspedes temporales trae alguna idea, algún boceto. Y lo exponen, experimentan, le sacan de acá, le agregan de allá, y logran, después de tanto trabajo, un producto final que a muchos les hará las veces de medicina.

Una vez creados todos los compuestos necesarios para desatar una epidemia metálica, planean los recitales. Se preparan, agilizan sus manos y corrigen cada error, cada tropiezo de dedos. Estiran cuerdas hasta conseguir los sonidos más apropiados. Terminan, ocasionalmente, tensionándose ellos.
Es ahí cuando llega el momento.

El ritual de la relajación. Hacer entre todos una vaquita y buscar envases vacíos. Que algún bobo juego de manos decidiera quién iba a ser el desafortunado que, de regreso de una noche fría, se convertiría en un héroe, proveyendo a sus compañeros del elixir a base de malta, fundamental para apagar el incendio interno que se desata cada vez que vuelven a encontrarse, a conectarse, con un único objetivo: hacer volar esas cuatro paredes que contienen a cada semana su necesidad de hacerse oír.


Heksabort, a veces, destruye. A veces, como en este texto, ayudan a construir poesía. Gracias.

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